Por: Chepita Gómez 

En la memoria colectiva de Lara permanece, luminosa, la figura de Jesús Riera Montañéz, a quien todos llamábamos con afecto Chucho. Más que un ingeniero brillante, más que un profesional dedicado al desarrollo de nuestra región, fue un hombre cuya vida unió disciplina, visión, humor y una calidez humana que marcó para siempre a quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y quererlo.

Raíces de una genealogía ilustre

Nacido en Carora el 3 de enero de 1926, Chucho fue el menor de cinco hermanos del matrimonio entre Ramón Riera Álvarez y Elvira Rosa Montañéz. Desde su origen familiar se dibujaban las líneas de un destino notable: era nieto paterno del médico y educador Andrés Riera Silva, y nieto materno del empresario caroreño Ángel Montañéz Antich.

Tras la temprana muerte de su padre, su madre tomó las riendas del futuro del hijo menor. Con determinación admirable consiguió su ingreso como interno al prestigioso colegio de los Salesianos en Los Teques, un entorno que moldeó su carácter y fortaleció su vocación por el estudio.

Con excelentes calificaciones en secundaria, Chucho se trasladó a Caracas para estudiar Ingeniería en la Universidad Central de Venezuela, etapa en la que recibió el apoyo incondicional de su madre y la guía siempre generosa de su cuñado, Francisco “Panchito” Ramírez Álvarez, ganadero y propietario de la hacienda Tamayare, quien fue para él una presencia paternal decisiva.

Barquisimeto: la ciudad a la que le entregó su vida

Tras graduarse, Chucho eligió Barquisimeto como su hogar definitivo. En 1951 contrajo matrimonio con Alida Martínez Delgado, con quien formó una familia numerosa y unida: Alida Cristina, Jesús Alberto, María Eugenia, Rosa Cecilia, Ana Cecilia e Isabel Teresa.

Su carrera comenzó en la compañía Deyca, donde participó en obras fundamentales para el progreso larense, como la carretera Barquisimeto–Acarigua. Con el cierre de la empresa, fundó su propia constructora, Central C.A., desde la cual lideró proyectos que moldearon la Barquisimeto moderna:

  • Ampliación de la carretera Panamericana, hoy Avenida Libertador
  • Ampliación de la Avenida Veinte
  • Inicio de la Circunvalación Norte
  • Construcción de la represa Cumaripa, de gran impacto agropecuario

De manera paralela, desempeñó responsabilidades en el ámbito empresarial y cívico, como la presidencia del Consejo Consultivo del Banco Hipotecario del Zulia en Barquisimeto.

Tras concluir las actividades de Central C.A., continuó ejerciendo como ingeniero independiente en proyectos de alcance nacional:

  • Construcción del Hotel Jirahara
  • Remodelación del velódromo Teo Capriles
  • Construcción del gimnasio vertical para los Juegos Panamericanos de Caracas
  • Socio fundador de Cementos Caribe
  • Ingeniero inspector en la urbanización Valle Hondo (Cabudare)
  • Presidente y fundador de Cementos y Derivados C.A. (CYDECA)

El hombre detrás del ingeniero

Si algo distinguió a Chucho fue su calidad humana. Cuando Alida enfermó tempranamente de artritis, él se dedicó por completo a procurarle atención médica dentro y fuera del país. Fue un esposo devoto, un padre amoroso y un apoyo inquebrantable para su familia.

Su profundo arraigo lo llevó, años después de la muerte de Panchito, a adquirir la Hacienda Tamayare, un lugar ligado para siempre a su historia afectiva. Práctico y apasionado, aprendió a pilotar avionetas y construyó su propia pista de aterrizaje para llegar a la finca con mayor facilidad.

Quienes compartimos con él guardamos los mejores recuerdos. Chucho poseía una inteligencia aguda, acompañada de un humor negro, brillante e inesperado, de esos que solo las mentes más rápidas pueden permitirse. Su casa tenía las puertas siempre abiertas —y no es una metáfora—: recibía a quien llegara, a cualquier hora.

Las reuniones en su hogar eran una fiesta espontánea. Música, anécdotas infinitas y carcajadas que hacían que el tiempo se detuviera. Esa alegría que irradiaba no era superficial: convivía con una sensibilidad profunda y con una preocupación genuina por el bienestar de sus hijos y la salud de su esposa.

Era un hombre trabajador, honesto, disciplinado y metódico. Valoraba la amistad verdadera y luchaba, siempre, por la felicidad de los suyos.

Un legado que no se borra

Sus hijos lo describen como un ser extraordinario, “el mejor papá del mundo”, y no hay frase más certera. Chucho Riera falleció a los 63 años, dejando un legado profesional visible en las obras que seguimos recorriendo, y un legado humano que perdura en cada sonrisa y en cada historia que el tiempo, lejos de diluir, hace aún más entrañable.

Hoy, cuando transitamos por la Avenida Libertador o recordamos los cambios que transformaron a Barquisimeto, evocamos a ese ingeniero caroreño que combinó excelencia técnica con una calidez humana excepcional. Un hombre que dejó huellas imborrables: en el concreto… y en los corazones.

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