Hay vidas que no avanzan a golpes de estridencia sino a fuerza de constancia. Trayectorias que no se escriben con consignas sino con método, conversación y una fe casi obstinada en la posibilidad del entendimiento. La de Ramón Guillermo Aveledo pertenece a esa estirpe cada vez más escasa: la de los servidores públicos que creen que la política es, ante todo, un ejercicio moral.
En Barquisimeto, cuando la vieja Calle Libertador apenas se acostumbraba a su nuevo bautizo como Carrera 19, un 22 de agosto de 1950, el llanto de un recién nacido marcó el inicio de una crónica que se escribiría con la tinta de la civilidad. Atendido por las manos del Dr. Honorio Sigala, Ramón Guillermo Aveledo Castro llegó al mundo en la Clínica Acosta Ortiz, en un «primer encuentro con la política» que, más que una anécdota, fue un vaticinio.
Hijo de Guillermo Tell Aveledo —un roble de la judicatura y la academia caraqueña— y de Adela Orozco Meleán —raíz cabudareña de temple suave—, Ramón Guillermo creció bajo un cielo donde el servicio público no era un cargo, sino un apostolado.
Su infancia transcurrió entre las pizarras del Instituto Educacional Venezuela y los patios del Instituto La Salle. Fue allí, bajo la tutela de los Hermanos Gaudencio, Ernesto y Ricardo, donde la ética dejó de ser un concepto para convertirse en piel. «La indiferencia ante los problemas sociales es moralmente imposible», aprendió entonces, mientras su pasión por el fútbol le enseñaba que la victoria es un juego de equipo.
Esa formación humanista culminó en el Liceo Lisandro Alvarado, bajo la mirada de maestros que eran instituciones en sí mismos. En 1967, como presidente del Centro de Ciencias Sociales y parte de la Promoción Rafael Cadenas, Aveledo ya era un joven que prefería el peso de los argumentos al volumen de los gritos.
Abogado de la Universidad Central de Venezuela, Aveledo completó una formación académica amplia y rigurosa que cruzó fronteras y disciplinas: estudios en Londres, técnica legislativa en universidades estadounidenses, gerencia en el IESA y un doctorado en Ciencia Política. Esa vocación por el estudio no fue nunca un adorno curricular, sino una herramienta para entender mejor la complejidad del Estado y sus instituciones. En 2018 ingresó como Individuo de Número a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, un reconocimiento natural a una vida dedicada a pensar la república.
Durante más de tres décadas ocupó cargos públicos sin perder una idea esencial: se consideró siempre un empleado de la gente. Desde sus primeros pasos en el Banco Obrero, pasando por el Congreso, hasta llegar a la Secretaría Privada de la Presidencia con apenas veintiocho años, su carrera se construyó desde el trabajo silencioso, el expediente bien leído y la decisión razonada. Fue diputado por el estado Lara en tres oportunidades, presidió la Cámara de Diputados entre 1996 y 1998 y participó en instancias clave para la reforma del Estado, la política exterior y la vida parlamentaria.
En paralelo, cultivó una faceta menos solemne pero profundamente venezolana: el béisbol. Como presidente de la Liga Venezolana de Béisbol Profesional, entre 2001 y 2006, demostró que también allí podían aplicarse gerencia, consenso y visión de largo plazo. Mejoró la experiencia del aficionado, amplió la proyección internacional del campeonato y logró que los estadios volvieran a llenarse. Era, en el fondo, la misma lógica: organizar, escuchar, sumar.
La docencia y la palabra pública han sido hilos constantes en su vida. Profesor en varias universidades, fundador de programas académicos, impulsor del Instituto de Estudios Parlamentarios Fermín Toro, Aveledo ha entendido la educación como una forma de militancia cívica. En el periodismo, con más de diez mil artículos publicados desde su adolescencia, ha ejercido una pedagogía persistente: explicar la política sin gritos, contextualizar la historia, advertir sobre los riesgos del autoritarismo.
Pero si hay un capítulo que define su lugar en la historia reciente de Venezuela es el de la unidad democrática. En un país fragmentado por desconfianzas y egos, Aveledo asumió la tarea improbable de sentar a todos en la misma mesa. Con paciencia, método y discreción, ayudó a construir la Mesa de la Unidad Democrática, no como un eslogan sino como una arquitectura política. Bajo su secretaría, la oposición logró acuerdos programáticos, mecanismos transparentes de selección de candidatos y victorias electorales que parecían imposibles. Aquella primaria de 2012, con millones de ciudadanos votando, sigue siendo uno de los ejercicios democráticos más notables de los últimos tiempos.
Su renuncia en 2014, coherente con sus principios frente a la estrategia de «La Salida», no fue una retirada, sino una lección de integridad. Un capitán que no abandona el barco, sino que cede el timón cuando la brújula del colectivo cambia de norte.
Pero, más allá del político, está el hombre cuya vida es un territorio de afectos sólidos. Casado desde 1974 con Amalia Coll, padre de Valeria, Guillermo Tell y Luisa Jacinta; y abuelo que ve en los ojos de Clara Sofía y Eloy la Venezuela que todavía es posible. habla de su familia con la misma serenidad con la que analiza la política. Hoy Ramón Guillermo sigue siendo el profesor que fundó cátedras y el escritor que ha parido más de treinta libros. Su pluma, que se estrenó en las páginas de El Impulso y La Esfera en 1966, ha dejado miles de artículos que son la bitácora de un país en busca de su destino, ha conocido a líderes mundiales y a cuatro papas, pero cuando se le pregunta por la persona que más lo impresionó, responde sin dudar: la Madre Teresa de Calcuta. Tal vez porque en ella vio encarnado aquello que siempre defendió: servir sin hacer ruido.
Ramón Guillermo Aveledo representa una forma de hacer política que hoy parece contracultural. La del diálogo frente al grito, la del argumento frente a la consigna, la del tiempo largo frente a la urgencia destructiva. Su legado no es solo institucional o intelectual; es, sobre todo, una lección de carácter. En un país cansado de extremos, su vida recuerda que la democracia también se construye con paciencia, coherencia y una profunda vocación de servicio.
Ramón Guillermo Aveledo es, en esencia, un hombre de puentes en una era de muros. Un barquisimetano universal que nos recuerda que la política, cuando se ejerce con decencia, es la más alta de las formas de la caridad.