El presidente electo de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, fue investido el domingo en la capital Brasilia y asumió el cargo por tercera vez. Es la culminación de un resurgimiento político que seguro emocionará a sus partidarios y enojará a sus rivales en una nación fuertemente polarizada.
Pero es poco probable que este mandato sea como los anteriores: llega tras la carrera presidencial más ajustada en más de tres décadas y ante la resistencia de algunos de sus oponentes a que asuma el poder, según los analistas políticos.
El izquierdista superó al presidente de ultraderecha Jair Bolsonaro en el balotaje del 30 de octubre por menos de dos puntos porcentuales. Durante meses, Bolsonaro había sembrado dudas sobre la fiabilidad del voto electrónico y sus leales seguidores se resistieron a aceptar la derrota.
Muchos de ellos se han congregado en el exterior de cuarteles militares desde entonces, cuestionando los resultados y pidiendo a las fuerzas armadas que impidan que Lula llegue a la presidencia.
Sus partidarios más acérrimos recurrieron a lo que algunas autoridades y miembros del próximo gobierno calificaron de actos de “terrorismo”, algo que no ocurría en el país desde principios de la década de 1980 y que ha provocado una creciente preocupación por la seguridad en los actos de la jornada de investidura.
“En 2003, la ceremonia fue muy bonita. No había este ambiente malo y pesado», dijo Carlos Melo, profesor de ciencias políticas en la Universidad Insper en Sao Paulo, refiriéndose al año que Lula asumió la presidencia por primera vez. “Hoy hay un clima de terror».
La estudiante Tanya Albuquerque voló de Sao Paulo a Brasilia y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando escuchó como los izquierdistas locales recibían a los visitantes en el aeropuerto de la capital. Decidió viajar tras ver imágenes de la primera toma de posesión de Lula.
“Quizás mañana no haya 300.000 personas como entonces. Estos son tiempos distintos y más divisivos. Pero sabía que no estaría feliz delante de un televisor», afirmó Albuquerque, de 23 años, el sábado.
Lula se ha impuesto la misión de sanar a un país dividido. Pero tendrá que hacerlo con unas condiciones económicas más difíciles que las que tuvo en sus dos primeros mandatos, cuando el auge global de las materias primas reportó ganancias inesperadas a Brasil.
En aquel momento, el programa estrella de su ejecutivo, un plan de bienestar social, ayudó a decenas de millones de personas empobrecidas a llegar a la clase media. Muchos brasileños viajaron al extranjero por primera vez. Cuando abandonó el cargo, Lula tenía un índice de aprobación del 83%.
Desde entonces, la economía brasileña ha sufrido dos profundas recesiones — la primera durante la presidencia de la sucesora que él mismo nombró, Dilma Rousseff, y la segunda durante la pandemia del coronavirus — y los brasileños de a pie han sufrido mucho.
El nuevo mandatario ha dicho que sus prioridades son combatir la pobreza e invertir en educación y atención médica. Además, afirmó que frenará la deforestación ilegal de la Amazonía. Buscó el respaldo de políticos moderados para formar un frente amplio y derrotar a Bolsonaro, y ha seleccionado a algunos de ellos para formar parte de su gobierno.
Pero dadas las fisuras políticas del país, es altamente improbable que Lula recupere la popularidad de la que disfrutó en su día, o que su índice de aprobación supere incluso el 50%, indicó Maurício Santoro, profesor de ciencias políticas en la Universidad Estatal de Río de Janeiro.
Además, según apuntó Santoro, la credibilidad del nuevo presidente y de su Partido de los Trabajadores se ha visto amenazada por una vasta investigación sobre corrupción. Algunos miembros de la formación entraron en prisión, incluyendo el propio Lula, hasta que sus condenas quedaron anuladas por cuestiones procesales. El Supremo Tribunal determinó entonces que el juez que presidía el caso se había aliado con la fiscalía para garantizar una condena.
Lula y sus partidarios han mantenido que fue una víctima. Otras estaban dispuestos a ver más allá de la posible prevaricación para alejar a Bolsonaro del poder y volver a unir el país.
Pero los partidarios de Bolsonaro se niegan a aceptar que alguien a quien consideran un delincuente vuelva al cargo más importante del país. Y con la tensión en un nivel alto, una serie de eventos han despertado el miedo a que la violencia pueda estallar en el día de la investidura.
El 12 de diciembre, docenas de personas trataron de invadir un edificio de la policía federal en Brasilia y se quemaron autos y buses en otras partes de la ciudad. En Nochebuena, la policía arrestó a un hombre de 54 años que admitió fabricar una bomba que se encontró en un camión de combustible que se dirigía al aeropuerto capitalino.
Había estado acampado frente al cuartel general del ejército en Brasilia con cientos de seguidores más de Bolsonaro desde el 12 de noviembre. Según contó a la policía, estaba listo para la guerra contra el comunismo y planeó el ataque con otros que conoció en las protestas, de acuerdo con los extractos de su declaración publicados por la prensa local. Al día siguiente, la policía encontró artefactos explosivos y varios chalecos antibalas en una zona boscosa a las afueras del distrito federal.
Flávio Dino, que será el ministro de Justicia de Lula, pidió esta semana a las autoridades federales que pusieran fin a las protestas “antidemocráticas”, que calificó de “incubadoras de terroristas”.
En respuesta a un pedido del equipo de Lula, el ministro de Justicia actual autorizó el despliegue de la guardia nacional hasta el 2 de enero, y el juez del Supremo Tribunal Federal Alexandre de Moraes prohibió a la gente portar armas en Brasil durante esos días.
“Este es el fruto de la polarización política, del extremismo político», afirmó Nara Pavão, profesora de ciencias políticas en la Universidad Federal de Pernambuco. Pavão destacó que Bolsonaro, que prácticamente ha desaparecido de la escena política tras perder la reelección, tardó a la hora de condenar los recientes incidentes.
“Su silencio es estratégico: Bolsonaro necesita mantener el bolsonarismo vivo», explicó.
Bolsonaro condenó finalmente el plan en su discurso de despedida el 30 de diciembre en las redes sociales, horas antes de volar a Estados Unidos. Su ausencia en la toma de posesión romperá con la tradición y sigue sin estar claro quien lo sustituirá para entregar la banda presidencial a Lula en el Palacio de Planalto.
El abogado Eduardo Coutinho estará allí. Por Navidad de autorregaló un boleto para viajar a Brasilia.
“Ojalá haber estado aquí cuando despegó el avión de Bolsonaro, eso es lo único que me hace casi tan feliz como el acto de mañana», dijo Coutinho, de 28 años, tras entonar canciones de la campaña de Lula en el avión. “No suelo estar tan exaltado, pero necesitamos desahogarnos y vine a eso. Brasil necesita esto para seguir adelante».
AP