En el corazón de Silicon Valley, en el norte de California, Estados Unidos, la ambición tecnológica ha dado un salto inquietante, ya no se trata solo de crear empresas revolucionarias o de alcanzar el éxito personal, sino de moldear la vida desde su origen.

Cada vez más ,millonarios del sector tecnológico recurren a startups de biotecnología que ofrecen selección genética de embriones, con la promesa de dar forma al “bebé ideal” incluso antes del nacimiento.

Empresas como Nucleus Genomics, Herasight y Orchid Health están a la vanguardia de este fenómeno, presentando servicios capaces de identificar predisposiciones a enfermedades como cáncer o Alzheimer, pero también rasgos mucho más complejos y polémicos, como el coeficiente intelectual. Lo que antes parecía ciencia ficción hoy se ofrece en clínicas de fertilidad mediante fecundación in vitro (FIV), bajo la etiqueta de “optimización genética”.

El atractivo de esta tecnología tiene un precio elevado entre $2,500 y $50,000 por embrión, lo que convierte a la práctica en un lujo reservado para la élite. Sus defensores argumentan que se trata de un paso evolutivo en la medicina preventiva; sin embargo, los críticos lo ven como un terreno peligroso hacia la eugenesia privada, donde los genes se convierten en un símbolo de estatus.

A la preocupación ética se suma la fragilidad científica. Los modelos actuales solo pueden explicar parcialmente rasgos como el IQ, lo que plantea un riesgo de consecuencias imprevistas, por ejemplo, aumentar la predisposición al autismo al seleccionar embriones con supuesta “alta inteligencia”. Más allá de la precisión de los algoritmos, el verdadero dilema radica en la idea de que el ser humano puede ser “perfeccionado” a voluntad.

El fenómeno se conecta además con corrientes pronatalistas promovidas por figuras como Elon Musk, donde la fertilidad se convierte en una nueva frontera ideológica. En este escenario, la obsesión del biohacking de Silicon Valley ya no se limita a los propios cuerpos de sus millonarios, sino que invade el ADN de sus descendientes. El resultado podría ser un futuro dividido, no por clases sociales o razas, sino por algo aún más profundo: la genética.

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