Hay palabras que no se dicen: se viven. En Venezuela, la fe, la costumbre y el cariño se mezclan en una que nos define tanto como el aroma del café mañanero o los colores del pabellón. Esa palabra es ¡Bendición!

No es un trámite religioso. Es un pacto íntimo, un gesto cotidiano que cruza credos, edades y distancias. En nuestro país, pedir la bendición es la forma más sencilla —y a la vez más profunda— de pasar de una generación a otra un hilo de afecto y protección.

Hasta el Papa se conmovió

Imagina la escena: Juan Pablo II, en 1985, descansando en la Nunciatura Apostólica de Caracas. Entra la familia del cardenal Rosalio Castillo Lara y, sin pensarlo, los sobrinos lanzan un espontáneo “¡ción!”.
El Papa frunce el ceño, sonríe, pregunta. Y cuando le explican que así pedimos los venezolanos la bendición, queda encantado. Entiende que no es solo una palabra, sino un acto de amor que se ha vuelto reflejo. Tanto le impactó, que repitió la historia por el mundo, como quien muestra un tesoro cultural recién descubierto.

Ahí está la esencia del gesto: una tradición antigua que, en Venezuela, tomó un color propio, cálido y directo.

El talismán de los hogares venezolanos

Los padres y abuelos venezolanos, prácticos en nuestro cariño, hemos convertido la bendición en un pequeño escudo familiar. No importa si uno es creyente o no: hasta el primo ateo y la tía agnóstica la piden, no por dogma, sino porque saben que en esa palabra hay un respaldo que no ofrece ninguna otra.

Los bebés aprenden el gesto antes de caminar. Los adultos de 40, 50 o 60 siguen pidiendo bendición a su madre anciana. Es un hábito que no envejece. Un código afectivo que se hereda sin discusión.

Y la respuesta —“Dios te bendiga”— no es solo un rezo. Es una manera de decir: “Te acompaño”. “Me importas”. “Llévate mi cariño por si lo necesitas afuera”.

La diáspora lo sabe mejor que nadie

Para quienes estamos fuera del país, la bendición se volvió ancla. En videollamadas, audios y mensajes, es la forma más directa de sentir que el hogar sigue allí, aunque se viva en otro hemisferio.

En mi propia familia, esa palabra cruzó fronteras de una manera que aún me conmueve. Mi hijo Andrés, rodeado de amigos que no hablaban español, terminó siendo conocido entre ellos como “Bendición, mamá” porque lo escuchaban decirlo cada vez que hablábamos —y hablábamos mucho.
Ese apodo, que nació del cariño y de la constancia, me honra. Era, sin que él lo supiera, una prueba hermosa de que llevaba su raíz venezolana a donde fuera.

Yo misma, lejos de la tierra que me vio nacer, insisto en que mis nietos, criados entre otros acentos y otras rutinas, mantengan el ritual. No es solo enseñarles una palabra: es darles un puente hacia su origen. Es lograr que, aunque no conozcan la brisa del Ávila, lleven encima la protección de su familia.

Cada “¡Bendición!” es un guiño a la venezolanidad.

Pero no, no es solo venezolana

Aunque la sintamos tan propia como el Salto Ángel, la costumbre de pedir la bendición tiene siglos de viaje. Nace en los textos antiguos, en las historias donde un padre imponía sus manos sobre los hijos para transmitirles protección. Luego recorrió Europa, llegó a la Península Ibérica y desde allí cruzó el océano con la colonia.

Y no estamos solos en este rito.

En Portugal y Brasil, pedir a bênção es parte de la educación familiar.
En Colombia, sobre todo en el interior, se conserva con respuestas largas y solemnes.
En Puerto Rico y República Dominicana la piden al salir y regresar, como nosotros.
En México, dicen “su bendición” y el mayor hace la señal de la cruz.

Lo nuestro no es exclusivo, pero sí espontáneo, intergeneracional, inevitable.

La bendición venezolana cruza clases sociales, tradiciones, religiones y distancias. Es un cordón umbilical que nadie corta. Un gesto pequeño que carga siglos de historia y que sigue hablándonos al oído, incluso cuando estamos lejos de casa.

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