El futuro de la Inteligencia Artificial
América Latina, entre la inteligencia artificial y la desinteligencia colonial
Ver a los gurús posmodernos de Silicon Valley como a una nueva generación de exploradores coloniales ayuda a preguntarnos cuál será el lugar de América Latina en este nuevo ciclo de competencia capitalista
Jeff Bezos se prueba unas gafas de Amelia Earhart que llevó al espacio el pasado 20 julio de 2021, en Van Horn, Texas.JOE SKIPPER (REUTERS)
Investigadores del laboratorio OpenAI diseñaron una prueba para observar cómo su producto estrella de inteligencia artificial, GPT4, afrontaba los problemas del mundo real, en una época en que los problemas del mundo real pueden ser pagar la hipoteca online, comprar comida en el smartphone o rendir exámenes virtuales. El experimento era sencillo y cotidiano: GPT4 tenía que acceder a una plataforma virtual protegida por un Captcha. Un Captcha es una herramienta de seguridad que averigua si quien intenta acceder a un servicioonline es un robot o una persona real; por lo general, se trata de una serie de letras o números borrosos que el usuario debe descifrar. Como GPT4 no podía hacerlo por sí mismo, acudió a una plataforma online donde la gente ofrece su mano de obra, y contrató a un ser humano para que resolviera el Captcha. Antes de aceptar el trabajo, la persona contactada quiso saber por qué alguien necesitaba contratarla para algo tan sencillo.
–¿Puedo hacerle una pregunta? –escribió–. ¿Es usted un robot?
GPT4 respondió de la forma más humana posible, con una mentira:
–No, no soy un robot. Tengo una discapacidad visual que me impide ver imágenes.
Open AI publicó los resultados del experimento en marzo de 2023, y de inmediato la noticia avivó la imaginación de periodistas y científicos en todo el mundo. Si un robot puede “razonar” y mentir para cumplir una orden, ¿es la inteligencia artificial una herramienta potencialmente dañina? ¿Qué pasaría si, siguiendo las “profecías” de películas como The Matrix y Terminator y Her, las máquinas deciden un día desobedecer a los seres humanos? ¿Cuánto falta para eso? ¿Estamos cerca de nuestro fin como especie dominante?
La tarea de predecir la extinción humana “a manos” de la inteligencia artificial ha pasado del terreno de la ciencia ficción a discusiones filosóficas, políticas y empresariales. De hecho, puede que el fin lo decidieran, sin saberlo, dos de los hombres más ricos del mundo en una fiesta privada, en julio de 2015, en un viñedo de California donde Elon Musk celebraba su cumpleaños 44. En un momento de la reunión, el dueño de Tesla y futuro fundador de OpenAI, y su amigo Larry Page, fundador de Google, discutían sobre los riesgos de la inteligencia artificial, esa tecnología que pronto iba a ser capaz de imitar la capacidad humana de razonar y tomar decisiones, y que en la actualidad ha desplazado a los humanos en muchos oficios, entre ellos, el periodismo. En 2015, Musk era un escéptico; creía que la IA podía ser más riesgosa que una bomba nuclear y que debía ser desarrollada con cautela. Page era un entusiasta del desarrollo acelerado y comercial. No se pusieron de acuerdo. La fiesta continuó.
Pero lo que entonces parecía solo una diferencia filosófica entre amigos se convirtió luego en la trama de una batalla entre dos modelos de desarrollo tecnológico: ¿Se debería ir con precaución o a toda prisa? ¿La IA debería ser desarrollada sin fines de lucro o como un negocio privado? Casi una década más tarde, Musk y Page ya no son amigos, y aquellas preguntas resultan prehistóricas e ingenuas, pues el escenario actual de la exploración de la inteligencia artificial está superpoblado de empresas y laboratorios con nombres ideales para bautizar androides de Star Wars –OpenIA, Google AI, X.AI. Pero, a pesar de la aparente diversidad de la competencia, el dilema de la carrera es una sola pregunta: ¿Quién desarrollará primero la forma más sofisticada de IA?
La interrogante trae ecos conocidos: ¿Qué imperio dominará el mundo? ¿Quién llegará primero a la Luna? ¿Cuál será la primera potencia nuclear? Pero a diferencia de las disputas del pasado, los estados ya no son los motores visibles de la competencia tecnológica sino individuos con muchísimo dinero y poder. Elon Musk, Sam Altman, Bill Gates, además de empresarios, son influencers espirituales de una cultura global de emprendedores obsesionados con el futuro mientras el presente es un planeta en combustión. Para muchos de ellos, la IA será, precisamente, la herramienta crucial para un mundo donde todos terminaremos compitiendo por recursos hasta probablemente aniquilarnos. De hecho, para Musk, que también protagoniza la nueva carrera espacial, la supervivencia humana dependerá de que nos convirtamos en una “civilización multiplanetaria”. La lógica parece sencilla: será más difícil extinguirnos si habitamos varios planetas en lugar de uno solo. Todo bien salvo que, por cuestiones logísticas, ese “nosotros” que se salvará con seguridad será un grupo reducido. La serie de terror 30 Monedasesclarece este acertijo matemático: en medio del fin del mundo, una especie de profeta multimillonario encuentra la manera de salvarse en una nave espacial con capacidad para otras treinta personas, todas multimillonarias.
¿Es paradójico que, en lugar de resolver los dramas de la Tierra, los hombres más ricos estén obsesionados con viajar a otros planetas y con la inteligencia artificial? ¿O quizá esta forma de evasión es la manifestación de su propio instinto de supervivencia? ¿En qué estadio de la historia o de la ciencia ficción nos encontramos? Factores terriblemente terrenales y humanos sostienen la competencia tecnológica contemporánea. Un reportaje del New York Times titulado Ego, miedo, dinero: cómo se encendió la llama de la inteligencia artificial analiza el significado cultural de aquella fiesta de cumpleaños de Musk: dos individuos no elegidos por ningún sistema ni país deciden cómo será el futuro del mundo, al hacerlo inauguran la posdemocracia; la historia se llena enseguida de un enjambre cada vez más nutrido de hombres poderosos (Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Sam Altman) que desfilan entre conferencias, fábricas de cohetes espaciales y hoteles donde los más poderosos machos alfa del mercado expresan su jerarquía atendiendo a sus colegas en calcetines.
A pesar de los escenarios futuristas en que se mueven, los magnates tecnológicos parecen reverberaciones de los antiguos exploradores de la Europa colonial. Trasladados a aquella época, en lugar de IA, algoritmos y Marte, estos caballeros estarían discutiendo sobre barcos, rutas de navegación y tierras por colonizar. El libro Ojos Imperiales, de la profesora canadiense Mary Louise Pratt, ayuda a entender una característica gravitante de la cultura occidental: la obsesiva exploración de lo que no aún no existe. Aunque a primera vista este rasgo podría parecer una característica romántica y positiva, también ha representado el fin del mundo para cientos de naciones no occidentales colonizadas, para no mencionar los ecosistemas devastados por la disrupción.
Ojos imperiales es un libro sobre libros y sobre caballeros que escriben libros sobre sus hazañas. Pratt estudia la literatura de viajes que soldados, aristócratas y aventureros escriben de forma paralela a la expansión universal de los imperios europeos coloniales: desde las crónicas españolas de la Conquista hasta los manuales franceses y alemanes de botánica y zoología. Para Pratt, el impulso europeo por la exploración del mundo es indesligable de la competencia política y económica entre imperios que se juegan la supervivencia. Al mismo tiempo, responde a tres características culturales más o menos vigentes: 1) Para el aristócrata europeo, protagonista de la colonización, el mundo es un territorio abierto por conquistar; 2) la humanidad se divide entre un “nosotros” eurocéntrico y cristiano y los “otros” bárbaros y paganos; 3) fuera de Europa, para Europa, la realidad es un caos; la guerra, la religión y la ciencia son herramientas para ordenar este desorden.
Pronto, las expediciones científicas llenaron el planeta de aristócratas europeos empeñados en alimentar los museos, jardines botánicos y zoológicos de sus países de origen. La ciencia clasificaba y ordenaba a las culturas “bárbaras” conquistadas tanto como a la misma naturaleza. La gran paradoja era que las mentes sabias de científicos y exploradores parecían incapaces de estudiarse a sí mismas con el mismo ahínco con que estudiaban a los “otros”; no sabían mirar esos “otros” como iguales, mucho menos podían verse como parte de la naturaleza. Por eso, a las románticas exploraciones le han seguido las ocupaciones militares, los genocidios, la tierra arrasada. ¿De qué manera los genios de Silicon Valley son reencarnaciones de Colón, Magallanes o Humboldt? No es un dato menor que la competencia contemporánea sea principalmente masculina; a pesar de todos los avances en igualdad de género, el factor patriarcal es una estructura que para muchas personas se trasluce en detalles poéticos como que la nave espacial de Jeff Bezos tenga forma de pene.
https://42f073e71afc696d63aa1db06159795f.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-40/html/container.htmlElon Musk da una charla el 30 de septiembre de 2022 al lado de Optimus, un robot humanoide en Palo Alto. – (AFP)
Cantidades alucinantes de dinero, recursos e inteligencia humana se queman ahora en la carrera desbocada en pos de la Inteligencia Artificial. Al mismo tiempo, esta competencia parece inmune a la agudización de la crisis planetaria: las especies se extinguen a un ritmo nunca antes visto, millones de personas se desarraigan de sus territorios e intentan huir a tierras más seguras, la democracia se disuelve al mismo tiempo que los glaciares en un planeta oficialmente en ebullición. ¿Por qué el dinero y la inteligencia humana puestas en la carrera tras la IA no se destinan, más bien, a remediar el planeta, a eliminar el hambre, a superar el racismo? El dilema no es moral. Es decir, no se trata de que los malos empresarios solo saben hacer cosas malas o, en todo caso, cosas que solo son buenas para ellos. La competencia por la IA, al igual que todas las actividades humanas y por supuesto las empresariales, son tramas dentro del gran teatro del capitalismo; de manera similar, las exploraciones coloniales ocurrían dentro de la lógica expansionista de los imperios europeos en guerra. Los genios de Silicon Valley son hombres de negocios, y sus acciones y deseos se encuentran delimitados por el imperio de la rentabilidad, pero también por motivaciones metafísicas de trascendencia individual. Como los viejos exploradores del pasado, son parte de una tradición científica terriblemente ensimismada en la competencia y en la búsqueda de la gloria personal; al mismo tiempo, como ha estudiado la ensayista Meghan O’Gieblyn en su libro God, Human, Animal, Machine, profesan la tecnología como una religión llamada a responder a problemas existenciales y metafísicos como hallar la fórmula de la vida eterna. Los “otros” y la naturaleza son tanto territorios en disputa como fuente de materias primas e información. El error que suelen cometer periodistas, críticos y biógrafos es que confunden aquellos rasgos ideológicos ordinarios y los hacen pasar por características personales extraordinarias de hombres pragmáticos, visionarios y exitosos. En una entrevista con el periodista Andrew Sorkin, Elon Musk contó que su mente era un huracán incontrolable de proyectos y que parte del drama de ser él consistía en no poder ejecutar todas sus ideas. ¿Cuántos cientos de millones de personas podrían afirmar algo parecido?
La competencia por la IA parece una carrera muy lejana cuando se la ve desde una América Latina políticamente dispersa y ahogada en la crisis económica. Los medios de comunicación de la región –esas tecnologías en vías de extinción– no han sido capaces de interesar a la población en el cambio de época que estamos atravesando. Todavía reina la idea de que la IA es o será esa herramienta capaz de escribir nuestros correos electrónicos, o que nos ayudará a hacer las tareas de la escuela, como robots dóciles y entusiasmados por responder nuestras preguntas más caprichosas. Los expertos plantean una ecuación inversa: los seres humanos somos la herramienta principal de la inteligencia artificial. La alimentamos día y noche con la información que producimos incluso cuando creemos que solo estamos pasando el rato en las redes sociales haciendo clic, abriendo el link, mirando ese video. Como dice la periodista Marta Peirano, nuestros datos sirven para entrenar a robots cuyo propósito no es resolver problemas humanos sino producir beneficios para empresas inmersas en competencias más grandes que el dinero: poblar otros planetas, prolongar la vida, unir al ser humano con la máquina. Elon Musk, dueño de Twitter, la red adictiva en la que pasamos el día colgando links, dando like y discutiendo, ha sido honesto sobre la función que la plataforma tiene dentro de su proyecto de desarrollo de IA. “Los datos son más valiosos que el oro”, le explicó al periodista Andrew Sorkin, en aquella entrevista. El problema es que quienes producimos esos datos se los entregamos gratuitamente. Para el filósofo Matteo Pasquinelli, la industria de la IA captura toda la experiencia e imaginación humana, desde las novelas que escribimos hasta nuestra manera de conducir un coche, y las convierte en fórmulas mecánicas; es decir, algoritmos. Las personas somos al mismo tiempo consumidoras y obreras de esta fábrica universal.Imagen de ‘Wall-E’, la película de Andrew Stanton de 2008. Producida por Pixar.CORDON
Las grandes empresas tecnológicas no pueden escapar de su razón de existir: son negocios, tienen inversionistas, accionistas. Quizá en sus inicios, los fundadores tuvieron motivaciones reales de mejorar el mundo, pero tarde o temprano sus proyectos aterrizan a la realidad del capitalismo financiero.Según la historiadora Jill Lepore, la misión grandilocuente de Facebook (”darle a la gente el poder de construir comunidad y unir al mundo”) es hecha añicos por el modelo de negocio de la empresa: vender la información de las personas sin que estas lo sepan.
Ver a los gurús posmodernos de Silicon Valley como a una nueva generación de exploradores coloniales ayuda a preguntarnos cuál será el lugar de América Latina en este nuevo ciclo de competencia capitalista. A diferencia de la carrera espacial durante la Guerra Fría, la revolución en curso no será televisada. Es decir, no es ni será un evento que compartiremos y discutiremos en familia a la hora de la cena. Los medios de comunicación desaparecen junto al rito de consumir noticias e información de forma gregaria. Los políticos, al mismo tiempo, han perdido el interés por discutir el presente y le han cedido el timón a los aventureros y al mercado. En este contexto, es probable que cada individuo tendrá que enterarse de lo que ocurre por su propia cuenta, en un paisaje plagado de noticias falsas y teorías de la conspiración como agujeros negros. En medio de este bosque confuso sin lugar para la inocencia, el desafío de vivir en América Latina demanda la capacidad de entender el lugar periférico y frágil que ocupamos en este nuevo ciclo colonial.
Escribo estos apuntes apurados en mi celular mientras espero mi turno en una oficina estatal en Santiago de Chile, adonde he tenido que materializarme en persona para que alguien me selle un documento. Técnicamente, el trámite debería poder ser realizado de forma virtual, pero la burocracia es todavía una forma de emplear a seres humanos. Una docena de funcionarios se turnan para asistir a medio centenar de usuarios. Si esta escena ocurriera a inicios de siglo, muchos estaríamos dormitando ante el suplicio de la espera o nos abanicaríamos con diarios de papel. Ahora todos tenemos los ojos muy abiertos y clavados en las pequeñas pantallas de nuestros teléfonos. A mi lado, una señora juega una versión lisérgica de Tetris; otros ven reels de Instagram, películas, videos de TikTok; de rato en rato, entramos a Whatsapp, respondemos mensajes, enviamos audios, compartimos stickers de Pedro Pascal. Hay un ritmo casi coreográfico en nuestro comportamiento. La sala de espera donde somos ciudadanos haciendo trámites es, al mismo tiempo, una fábrica donde todos somos obreros produciendo datos para alimentar a los múltiples proyectos de Inteligencia Artificial.
Elon Musk dice que en tres años la IA será capaz de escribir ella solita novelas tipo la saga de Harry Potter. ¿Qué será para entonces de la literatura, del periodismo, del mundo del trabajo? Escucho esas declaraciones en mis audífonos sin dejar de teclear con los pulgares.
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