En un giro brutal de la historia, la migración ha invertido sus protagonistas con una ironía devastadora. Durante las décadas oscuras de la dictadura de Pinochet, Venezuela abrió sus puertas a más de 100.000 chilenos que huían de la represión, convirtiéndose en el principal refugio latinoamericano para los perseguidos políticos. Hoy, mientras casi 8 millones de venezolanos huyen de su país, nos encontramos con una paradoja dolorosa: algunos de aquellos que fueron acogidos con generosidad ahora miran con recelo a quienes llegan por las mismas razones que ellos lo hicieron hace medio siglo.
Una historia de brazos abiertos
Entre 1973 y 1990, Venezuela recibió aproximadamente 80.000 chilenos, cifra que llegó a superar los 100.000 hacia el retorno de la democracia. Fue el país latinoamericano que acogió más exiliados chilenos, representando casi la mitad del total de 200.000 que salieron al mundo huyendo de Pinochet. El entonces presidente Carlos Andrés Pérez implementó una política migratoria abierta, cumpliendo el convenio de reciprocidad de asilo diplomático entre ambas naciones, firmado en 1954.
Figuras como Orlando Letelier, ex canciller de Salvador Allende, encontraron refugio en Venezuela gracias a gestiones diplomáticas. Diego Arria, gobernador del Distrito Federal, consiguió el Hotel El Conde en Caracas como centro del exilio chileno. Allí, políticos, profesionales, obreros y familias enteras reconstruyeron sus vidas.
Claro, es verdad que muchos contribuyeron significativamente al desarrollo venezolano: fundaron instituciones como el Centro de Estudios del Desarrollo (CENDES), se insertaron en el sector textil aprovechando el boom petrolero, y enriquecieron la cultura y academia del país. Sin embargo, también es cierto que hubo un gran número que realizó actividades ilícitas, tanto así que en el país se acuñó el nombre de «paquete chileno» cuando se quería hablar de una estafa.
La paradoja del rechazo
Lo más preocupante no son las cifras migratorias, sino las cifras de discriminación. Una encuesta de Datavoz 2024 reveló que el 63.4% de los chilenos asocia la inmigración venezolana con el aumento de la delincuencia. Según estudios más recientes, el 70.2% de los chilenos tiene una percepción negativa de los venezolanos, un aumento de 30 puntos desde 2019. Los venezolanos se han convertido en el grupo extranjero que más «distancia social y prejuicio» genera en Chile.
La Evaluación Conjunta de Necesidades 2024 identificó «altos índices de discriminación y xenofobia, afectando las posibilidades de cohesión social». El 18% de los venezolanos encuestados reportó haberse sentido discriminado por su nacionalidad, el porcentaje más alto entre las comunidades migrantes después de los haitianos.
Memoria selectiva y amnesia histórica
La ironía es devastadora cuando se considera que muchos de los chilenos que viven en Chile hoy tienen padres o abuelos que fueron acogidos en Venezuela durante la dictadura.
¿Cómo explicar entonces que descendientes de quienes fueron recibidos con solidaridad participen ahora en discursos xenófobos? Los casos documentados son múltiples: desde el ataque a campamentos de migrantes en Iquique en 2021 y 2022, donde se quemaron carpas y pertenencias de venezolanos, hasta agresiones verbales y físicas como la del comediante George Harris en el Festival de Viña del Mar 2025, quien fue abucheado xenofóbicamente.
Más allá de la estadística: el Factor humano
Es cierto que la migración masiva presenta desafíos. Aproximadamente 336.984 personas extranjeras viven en condición irregular (17.6% del total), y el sistema de salud, educación y vivienda enfrenta presiones. Sin embargo, generalizar y estigmatizar es profundamente injusto y, sobre todo, hipócrita.
La gran mayoría de los venezolanos en Chile son profesionales, trabajadores y familias que buscan exactamente lo mismo que buscaron los chilenos en Venezuela hace 50 años: seguridad, oportunidades y dignidad. Estudios de la OIM destacan que los migrantes venezolanos contribuyen significativamente a la economía chilena, llenando vacíos laborales en sectores críticos como salud, donde cientos de médicos venezolanos rinden el examen EUNACOM para ejercer.
Construyendo puentes, no muros
La solución no pasa por el rechazo ni por la nostalgia selectiva. Exige reconocer las raíces históricas compartidas y trabajar activamente en la integración. Chile debe recordar que fue Venezuela quien abrió sus puertas cuando más lo necesitaban. Y Venezuela debe entender que la diáspora actual, aunque dolorosa, puede convertirse en puente de desarrollo futuro si se maneja con dignidad y respeto mutuo.
Los venezolanos en Chile no son cifras en un censo. Son médicos, ingenieros, maestros, artistas, padres y madres que, como aquellos chilenos de los años 70, solo buscan reconstruir sus vidas. Merecen el mismo trato que sus abuelos recibieron en Caracas.
La paradoja de la acogida nos interpela sobre nuestra capacidad de memoria histórica y empatía humana. Si Chile olvidó tan rápidamente lo que significó ser refugiado, ¿qué nos dice esto sobre nuestra condición humana? Y para nosotros, los venezolanos, ¿cómo podemos exigir empatía si no trabajamos también en nuestra integración y respeto por las comunidades que nos reciben?
La respuesta está en la memoria activa, en el diálogo intercultural, en políticas públicas que faciliten la integración sin perder la identidad, y sobre todo, en recordar que el migrante de hoy fue el anfitrión de ayer, y que el ciclo puede repetirse en cualquier momento de la historia.
La historia nos observa. ¿Seremos capaces de estar a la altura de nuestro propio pasado de generosidad, o seremos testigos de cómo una generación olvidó de dónde venía?
