Reseña de la Añoranza/ Iván Brito López
Evocación del viejo El Manteco
Cuando recordamos el ayer barquisimetano, ello debería ser como hojear un gran álbum familiar, donde las imágenes van pasando en sucesiva cronología y es que, esto sólo lo proporciona el arraigo, la identificación con el terruño, el sentirse unido afectivamente con el pedazo de tierra, bajo el pedazo cielo donde habitamos, amamos, padecemos, lloramos y reímos, en una palabra, donde vivimos la vida, donde experimentamos en carne propia la existencia humana. Esto es, lo que han llamado “sentido de identidad” y de “pertenencia” y al respecto los legisladores del año 2014, dejaron plasmadas algunas definiciones sobre el particular, en la Ley Orgánica de la Cultura, cuyo texto nos señala en el numeral 4 de su artículo No. 3:
“…Identidad Cultural Venezolana: son las múltiples formas de conocernos, reconocernos, expresarnos y valorarnos; el sentido de pertenencia al pueblo venezolano, la significación social y la persistencia del ser en la unidad, a través de los múltiples cambios sociales, económicos, políticos e históricos; son elementos de la identidad cultural la unidad en la diversidad, memoria colectiva, la conciencia histórica y la organización social…”
Para Alhelí Corona (2020), el sentido de pertenencia, “…es un sentimiento de identidad que el individuo genera con la comunidad con la que interactúa para alcanzar metas en común (…) el sentido de pertenencia permite la construcción de significantes comunes que fortalezcan la formación…” en este caso la ciudadana.
De esta forma, extraemos con respecto a la identidad cultural de la Ley Orgánica de la Cultura: “…la significación social (…) a través de los múltiples cambios sociales, económicos, políticos e históricos; son elementos de la identidad cultural (…) memoria colectiva, la conciencia histórica…”
Nos referimos a estos aspectos, porque todo esto pone sobre el tapete, la importancia insoslayable de la historia y más de la menuda historia, la de la llamada patria chica, que se hace grande en el corazón de cada parroquiano, de cada habitante de una comunidad y en consecuencia, de una ciudad en todo su contexto.
Barquisimeto, se ha caracterizado desde remotos tiempos por el ambiente, que propicia el hecho geográfico de ser una encrucijada de caminos, “…si Lara es un punto de convergencia, Barquisimeto es el crisol que polariza el mestizaje de lo nacional…” como bien lo expresaba el sabio tocuyano Francisco Tamayo en 1952, circunstancia que le ha dado a nuestra urbe crepuscular, una condición de ser para algunos “una ciudad con ribetes de pueblo” y para otros “un pueblo con ribetes de ciudad” y ambas apreciaciones fomentan su atmosfera de hospitalidad, que abona ese sentido de identidad y de pertenencia que en la urbe fundada por Juan de Villegas en 1552, se hace alegre, colorido, multiétnico y en consecuencia multicultural, pues siempre la ciudad ha tenido sus brazos abiertos para recibir a todo nuevo viajero sin que nunca llegue a agotarse su capacidad de albergue, con su atardecer de vivo color rojo, azul y anaranjado que brilla en el poniente como una eterna tradición de la tierra larense, de tuna y cardonal y alma musical, como líricamente lo expresara nuestro abuelo Rafael Miguel López en la letra de su vals “Crepúsculo larense”, al retratar en el mismo ese sentimiento idiosincrásico que hechiza a propios y extraños, a los barquisimetanos de nacimiento y a los barquisimetanizados de corazón por su mimetización con la ciudad y su gente, con sus costumbres y tradición, en una palabra con su folklore.
Nosotros, que hemos tenido la fortuna de descender de un viejo y frondoso tronco familiar de añejas costumbres barquisimetanas, desde que a principios del Siglo XX el crepúsculo sustituyó la bruma de la fría montana del “Paramo de las Rosas”, siendo simbiosis de urbe y campo, el oír del trote de las mulas en el empedrado de la calle, que llegaban hasta el enladrillado zaguán cargadas de los agrícolas bastimentos para consumo del hogar, siendo prestos a esa información, desde nuestra mocedades fuimos recogiendo todos estos relatos, algunos documentados por algunos familiares de inclinación a la escritura, donde el sabor criollo de los nuestro se hizo sentir, para hacernos comprender que: “…descendemos de un tronco familiar de campesinos honrados y trabajadores agricultores unos criadores otros, pero todos cristianos sencillos y humildes de quienes debemos sentirnos orgullosos…” como muy bien lo supo describir Ramona Antonia Rodríguez Cuello en abril de 1992 y aun antes, Enrique Rodríguez Jiménez en octubre de 1974, nos dejaba el recuerdo del abuelo Víctor Manuel Rodríguez Berastegui, en cuya casa y bajo su severo vigilar creció aquel remoquete infantil, donde “…los sueños se llenaron de orientales fantasías cuando al calor de una cama revestida de quiboreñas “chamarras”, cobraba autoridad mitológica la voz filosófica del abuelo, narrándonos de su copiosa memoria los cuentos emocionantes de “Las Mil y una Noche” y las aventuras de cobrada venganza de “El Conde de Montecristo”. Más tarde le oiríamos saborear el detalle narrativo de los capítulos de la recién salida “Doña Barbara” (…) Imposible describir las ardorosas luchas sostenidas por un puesto preferencial en aquel lecho rebasado por infantiles emociones…”
Esa tradición, tanto oral como escrita, tanto de contacto familiar como de cordial compartir, donde campeaba la frase “…la prosperidad sólo se logra a través del trabajo útil, el noble ejemplo y el leal cariño…”que como enorgullecedor blasón formó y sigue formando parte de nuestra esencia cívica y ciudadana, gracias a esa tradición familiar de honestidad y rectitud, como lo decía el Libertador Simón Bolívar: “la felicidad es la práctica de la virtud…”
Desde entonces, los nombres del “Páramo de las Rosas”, “Bocancha”, “Las Veras”, “Bobare” y “Algarí” han llenado la fantasía de la infancia de varias generaciones tras la anécdota familiar, con el matiz telúrico de inconfundible sabor criollo y tradicional que hemos oído contar de este grupo familiar que creció varonil, paralelo a algún árbol montañés y femenino al rescoldo de un rosal parameño, pero que como todo lo que es sino en Venezuela, el éxodo a Barquisimeto fue norte de prosperidad.
Una vez asentado el clan familiar en la capital del estado Lara, el trabajo se materializó en una posada-ranchería, instalada por nuestro bisabuelo Víctor Manuel Rodríguez Berastegui en sociedad con un señor de apellido Carta, en la zona de “El Manteco”, donde se atendían a los arrieros, que venidos de Aguada Grande, Baragua, Churuguara, Duaca, El Eneal y otras regiones cuyo camino se concentraba en su arribo a la ciudad por el norte y aquellas posadas estaban dotadas de grandes corrales para atender a las bestias cargadas rumbo al Mercado Público, donde hoy se levanta el Edificio Nacional y otros para proveer de frutos y hortalizas los diversos negocios de “El Manteco”, que según Alvaro Medinaceli (1995) abarcaba desde lo que en la actualidad seria de la carrera 21 a la carrera 25 y de la calle 31 hasta la calle 35 aproximadamente y en lo personal, aun recuerdo las caminatas con mi abuela Angela María Rodríguez Cuello por entre aquellas angostas calles y sus diversidad de aromas; Chimó, ajos, cebollas, ajíes dulces y picantes, el olor de la paja seca de las artesanales escobas, a madera de cardón recién cortada en las sillas de cuero y como en un mágico reducto, el local en la mediación de la acera sur de la carrera 21 entre calles 31 y 32 identificado con el número catastral 31-42, que lucía sobre el inmenso portón de dos robustas hojas de madera, unas letras en mampostería de alto relieve: “R. SUAREZ GARCIA”, donde acudía mi abuela para adquirir la cera negra de abejas para encerar los hilos para coser y durante la transacción, la conversación amena y cordial hablando sobre sus padres, mientras nosotros nos maravillábamos entre aquel apiñado surtido de escobas, sombreros de cogollo, alpargatas, hamacas, sillas de cuero, garrotes encabullaos, las gaveras de madera, para la elaboración de conservas, hilo pabilo, mecates y sacos de fibras naturales, pliegos de suela, herramientas, clavos, tornillos, alambres de púa y alambre dulce, en fin, todo una variedad de criollas mercancías de la mejor calidad.
El nombre de “El Manteco” cobrará ribetes de permanencia, cuando en 1936 el General José Rafael Gabaldón, en su calidad de Presidente del estado Lara, como entonces se denominaban a los gobernadores, época en que éramos “Estados Unidos de Venezuela”, el mandatario regional decreta la construcción de los Mercados Altagracia, Central, Manteco y Bella Vista, que finalmente son inaugurados en 1940, tocándole la construcción del Mercado El manteco en la esquina suroeste de la hoy carrera 22 con la calle 31 al Dr. Gustavo Wallis Legórburu, un ingeniero y arquitecto caraqueño nacido 28 de abril de 1897 y fallecido 2 de agosto de 1979 en la ciudad que lo vio nacer, como nos lo atestiguó el Dr. Omar Soteldo Daza, condiscípulo de nuestro abuelo en el Colegio La Salle y quien preparó los cimientos de nuestra vieja casa materna y construyó el Mercado Central.
De esta manera, desde 1936 quedó instaurado oficialmente el nombre de “El Manteco”, sector al que en nuestras mocedades acudíamos con relativa frecuencia a la esquina sureste de la hoy carrera 21 con la calle 32, donde se encontraba el establecimiento del reputado sombrerero D. A. Sambrano, ya que allí tenía su taller de sombrerería de nombre “La Moderna”, a donde nos encomendaba nuestro tío abuelo Ruperto Rodríguez Cuello, llevar a lavar sus sombreros y en algunas oportunidades para que les cambiara el forro. En este establecimiento, de la voz ocurrente y alegre de Sambrano de mediana estatura, medio calvo, blanco de tez y rellenito, escuchamos por vez primera la historia del nombre de “El Manteco”.
Resulta pues, que según nos lo relataba Sambrano, aquella popular denominación a este sector del Barquisimeto de ayer, de hoy y de siempre, se debió a un personaje que estaba en la esquina suroeste de la actual carrera 23 con la calle 32, cuyo local en un caserón de estampa tradicional de adobes, tejas limatones y cañas bravas, siempre lucía la clásica bandera blanca, significativo símbolo publicitario, representativo que allí se vendía marrano, tradición que aún se conserva en algunos campos y que a veces la vemos en algunos tramos de algunas carreteras. Aquel personaje, por vender marrano, chicharrones de marrano y manteca de marrano, se la pasaba con sus ropas todas enmantecadas, por lo cual el populacho lo llamó “matequito” y pasado el tiempo quedó “manteco”.
Años más tarde, leímos en un reportaje del diario El Impulso, la historia de “El Manteco” y al adentrarnos en el centimetraje de la publicación, la fuente de aquel trabajo periodístico era nada más y nada menos que don D. A. Sambrano, quien aparecía en la gráfica que ilustraba aquella entrega.
Estas son las historias de la historia, son los insumos del historiador, es la filigrana de la sociología de la ciudad y su gente, que constituye el factor discursivo común que une a una comunidad en su imaginario popular. Nosotros, conocíamos esa historia por la travesía familiar desde que llegaron del “Páramo de las Rosas” a Barquisimeto cuando se iniciaba el Siglo XX, pero que de otra manera se diluye en la vorágine implacable del tiempo y peor aún, en ese afán de borrar el patrimonio edificado del centro de nuestras ciudades en Venezuela, pues en esas casas viejas, en cada ventanal, en sus vetustos portones, en las plazas, sus postes y demás elementos del mobiliario urbano de épocas pretéritas, está escrito con letras indelebles esa historia, ya que son testigos silentes de todo un acontecer y de quienes lo materializaron con sus pro y con sus contras, con sus virtudes y con sus errores.
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (1999), nos señala en su artículo 99 que, “…Los valores de la cultura constituyen un bien irrenunciable del pueblo venezolano y un derecho fundamental que el Estado fomentará y garantizará, procurando las condiciones, instrumentos legales, medios y presupuestos necesarios. (…) El Estado garantizará la protección y preservación, enriquecimiento, conservación y restauración del patrimonio cultural, tangible e intangible, y la memoria histórica de la Nación. Los bienes que constituyen el patrimonio cultural de la Nación son inalienables, imprescriptibles e inembargables. La Ley establecerá las penas y sanciones para los daños causados a estos bienes…”
¿Cómo defendemos la memoria histórica de la nación? Si nos las están borrando en los centros de las ciudades, como en Barquisimeto, en una especie de desprecio de nuestro pasado, de nuestra historia, pese que el artículo 2 de la Ley de Protección y Defensa del Patrimonio Cultural (1993) señala: “…La defensa del patrimonio Cultural de la República es obligación prioritaria del Estado y la ciudadanía…”
Al parecer, sólo queda en quienes tenemos un patrimonio familiar de tradición que a través de un fascinante proceso de enculturación se transmite de generación en generación, pero que ante la negativa influencia de los medios electrónicos y las redes sociales, ha venido perdiendo vertiginosamente importancia esa tradición familiar, en algunos casos, ya se extinguió y en otros, hace tiempo que por el esnobismo y la mala interpretación de la palabra “progreso” se perdió, causando estos últimos grandes daños a ese patrimonio urbano común, que es un factos indiscutible en el afianzamiento del sentido de identidad y de pertenencia, una va de la mano con la otra.
Ya “El Manteco”, no es el de Jesús Castro, ni están los apellidos de los de antes en los nuevos almacenes, cuyas palabras chinescas nimban al recinto de una extraña sugestión, como lo diría Aquiles Nazoa en su “Eclipse de los Chinos”, aunque nos quedan los criollos ventorrillos de hierbas, de venta de menjurjes , de perfumes preparados, de velones, casa para despojos y exorcismos, para brujería. Ya no está don Virgilio en su botiquín de carrera 22 entre calles 31 y 32, ni las criollas ventas de comida. Ya no están los Patrizzi, ni los Mirabal, ni Cartica, el socio de mi bisabuelo, ni Graziano Vargas, ni Pompeyo Jiménez, ni Napoleón Anzola, Adolfo Anzola, Miguel Andule, ya no están los célebres comerciantes Apostol, ni Anzola Carzorla, ya tampoco están Juan Francisco Freytez, ni Ángel Urdaneta, ni Ramón Díaz ni el gratamente recordado Melecio Silva. No están Jesús Silva Nieto, ni Isabel Yajure, ni Alfonso Suárez, ni los hermanos Napoleón y Antonio José Ramos. Queda sólo el recuerdo en algunos que ya vamos entrando en años, de los grandes almacenes de criollísima factura tales como el de Horacio García, el Pilón de Antonio Domingo Meléndez, el almacén de Pachito Meléndez, el de Fausto Hernández y los Torrealba Alvarado. Tampoco está don Elías Marrufo con su renombrada fábrica de fuegos de artificio ni la talabartería de Francisco Luna, quien le fabricaba las pelotas de beisbol al Club América cuando estaba, donde hoy se levanta la Comandancia de la Policía de Lara, padre de la tradicionalista Luisa Luna de grata recordación. Desaparecieron los hermanos Moisés y Pedro Álvarez Álvarez, se fueron a la otra vida los hermanos Guédez González, se acabaron las posadas y las rancherías, como la de don Domingo Vargas, donde a decir de apreciado Esteban Rivas Marchena, siempre presente en el recuerdo y en la admiración, se podía consumir todos los días un pollo horneado con sus guarniciones por tan sólo cuatro bolívares.
El artículo 12 de la Ley Orgánica de la Cultura (2014), nos dice que hay que poner en uso social el patrimonio cultural, ahora bien, ¿cómo se pone en uso cuando es borrado de la faz de la tierra? Y peor aún, en algunos casos por quienes tienen la responsabilidad de velar por su preservación, ¿Dónde queda la responsabilidad de la ciudadanía? ¿Cuál es el fomento que se da en la población sobre esta materia?, cuando el patrimonio cultural específicamente forma parte de “…los valores de la cultura… que, …constituyen un bien irrenunciable del pueblo venezolano y un derecho fundamental que el Estado fomentará y garantizará, procurando las condiciones, instrumentos legales, medios y presupuestos necesarios…”
Para concluir esta evocación del viejo Manteco, insertaré estos conceptos emanados de alguien que ama entrañablemente la ciudad y su Patrimonio Cultural, donde juega un papel fundamental el Patrimonio Edificado (tangible), pues la tradición tienen una patria muy grande en su gente, en las comunidades ávidas de sus propias raíces, y en la entraña de esa patria pródiga no puede alimentarse nunca la idea de destronación de lo típico, de lo histórico en pequeño o sumo grado, para prohijar una fisonomía urbana distinta, que linda en lo deshumanizado. Erradicar nuestra tradición, es subastar nuestro folklore y la tradición tiene la vida de los Siglos.
Barquisimeto, domingo 18 de agosto de 2024.
Fuentes Consultadas:
Cámara de Comercio del Estado Lara (1952) Índice Comercial e Industrial de Barquisimeto. Guía Económica y Social del Estado Lara. Editorial Continente. Barquisimeto. Venezuela.
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (2009). Gaceta Oficial Extraordinario No. 5908. Febrero 19, 2009. Caracas.
Corona, A. (2020) El sentido de pertenencia, una estrategia de mejora en el proceso formativo en las artes. Estudio de caso en Danza en una universidad mexicana. [Trabajo en Línea] Disponible en: http://www.scielo.edu.uy/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1688-74682020000200059#:~:text=El%20sentido%20de%20pertenencia%20es,experiencias%20art%C3%ADsticas%20en%20las%20aulas.
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Ley Orgánica de la Cultura (2014). Gaceta Oficial Extraordinario No. 6154. Noviembre 28, 2014. Caracas.
Ley de Protección y Defensa del patrimonio Cultural (1993) Gaceta Oficial Extraordinario No. 4623. Septiembre 3, 1993. Caracas.
Liscano, M. (1923) Barquisimeto, Organización Política, Comercio, Industria, Agricultura y Cría. Directoria en General. Segunda Edición. Tipografía América. Barquisimeto. Venezuela.
Medinaceli, A. (1995) Del manteco a Mercabar. Fudeco – Fundación Polar. ExLibris. Caracas. Venezuela.
Rodríguez, E. (1974) Discurso del Reencuentro Familiar Rodríguez – Cuello. Barquisimeto. Venezuela.
Rodríguez, N. (2011) Derecho a la Cultura. Su configuración en las Constituciones de 1961 y 1999 reflexiones sobre la ponderación para su ejercicio. [Trabajo en línea] Disponible: http://www.ucab.edu.ve/cuerpo-editorial.html
Rodríguez, N. (2017) Régimen Jurídico de los Bienes Declarados Patrimonio Cultural de la República. Tesis Doctoral para optar al Título de Doctor en Derecho. Universidad Católica Andrés Bello. [Trabajo en línea] Disponible: http://biblioteca2.ucab.edu.ve
Rodríguez, R. (1992) Familia Rodríguez – Cuello. Barquisimeto. Venezuela.
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