Tres días después de la canonización de San José Gregorio Hernández, el 19 de octubre en el Vaticano, el tiempo parece doblarse hacia atrás. Regresamos a 1919, a una Caracas de tranvías y sombreros de paja, paralizada por el dolor. Allí, entre una multitud de treinta mil personas que desbordaban calles y plazas, un joven de 23 años —Pedro Rodríguez Ortiz— se levantó para hablar. Su voz tembló y, sin saberlo, anticipó la santidad del “Médico de los Pobres”.

El funeral que detuvo a Caracas

El 29 de junio de 1919, el país entero se estremeció: un automóvil Essex atropelló a José Gregorio Hernández en La Pastora. Su cuerpo, llevado al Hospital Vargas, recibió la extremaunción y al día siguiente fue escoltado por un cortejo que parecía no tener fin. Treinta mil almas siguieron el féretro cubierto de coronas desde el hospital hasta el Paraninfo de la Universidad Central de Venezuela, donde fue instalada la capilla ardiente.

Las filas eran interminables. En la Catedral Metropolitana, monseñor Felipe Rincón González ofició la misa ante una plaza repleta. Luego, al caer la tarde, la multitud tomó el ataúd en hombros y marchó hasta el Cementerio General del Sur. La Banda Bolívar, dirigida por Pedro Elías Gutiérrez, acompañó el paso con notas graves que parecían brotar de la misma tierra. Cuando la noche cubrió la ciudad, las voces gritaban: “¡José Gregorio es nuestro!”. Fue el mayor homenaje popular de la historia caraqueña.

Entre los oradores estaban Luis Razetti, Aníbal Dominici, Edmundo Fernández y el propio Gutiérrez. Pero la intervención que marcaría el alma colectiva fue la de un muchacho elegido por sus compañeros de la Facultad de Medicina: Pedro Rodríguez Ortiz.

La voz que habló por los estudiantes

En el Paraninfo, ante el féretro y los candelabros encendidos, Rodríguez Ortiz tomó la palabra. No era un orador consagrado, sino un estudiante conmovido. Su discurso fue una oración laica:

“Desde el tugurio desmantelado donde el hambre y la miseria se abrazan, hasta los salones donde se revuelca el galgo blanco del placer, todos lloran bajo la pesadumbre de tu ausencia”.

Aquellas líneas, tan jóvenes como sinceras, unieron la devoción del pueblo con el reconocimiento de la ciencia. En sus palabras se perfiló el mito de José Gregorio Hernández, mucho antes de que Roma lo declarara santo.

El alumno del santo

Pedro Rodríguez Ortiz se graduó de médico en la UCV en 1920, con calificación perfecta. Integró la llamada “Promoción Legendaria” de Luis Razetti, junto a figuras que marcaron la medicina venezolana.

Como relata su hijo, Antonio, esta vocación se forjó en un episodio definitorio de 1915, cuando José Gregorio Hernández dictaba la Teoría Creacionista en la Facultad de Medicina. El grupo de estudiantes, muy estudioso, había comprendido también la Teoría Evolucionista de Darwin (de 1859). Durante un interrogatorio en clase, Hernández preguntó a Pedro: “Br. Rodríguez, hábleme sobre el origen del hombre”. Pedro respondió que existían dos teorías: la creacionista, que plantea el origen divino del hombre a imagen y semejanza de Dios, y la evolucionista de Darwin, alineada con el pensamiento científico de la época.

Esto ofendió profundamente las creencias religiosas de Hernández, quien replicó con firmeza: “Br., en mi curso se viene a aprender lo que yo enseño. Si Ud. pretende aprender cualquier otra cosa, puede quedar fuera”. Pedro fue expulsado de la clase. En 1915, la autoridad del profesor era incuestionable, y para un joven llanero de hombría y orgullo, regresar a su Guárico significaba admitir un fracaso terrible en Caracas.

Pero, como cuenta su hijo, el destino intervino de manera providencial. Pedro, buen llanero, tenía la costumbre de levantarse muy temprano y caminar por los alrededores de San José cerca del Hospital. Una mañana se topó con Hernández, quien caminaba apurado hacia la Facultad. “Br. Rodríguez, ¿Ud. qué hace aquí?”, preguntó el doctor. “No me atrevo a volver”, respondió Pedro. Hernández, pensativo un instante y movido por su bondad y profunda compasión humana, replicó: “¡Apreciado bachiller, que va a llegar tarde…! Oh, qué alegría, ¡ya está readmitido!”.

Cuatro años después, en junio de 1919, ese mismo estudiante readmitido —el humilde guaranero hijo de Don Carlos y la india Teresa Ortiz— sería elegido por sus compañeros para despedir al maestro que le había dado una segunda oportunidad.

Más de un siglo de aquella tarde de 1919, su discurso vuelve a escucharse con otra luz. Pedro Rodríguez Ortiz, el joven que habló por los estudiantes ante el cuerpo de un hombre que luego sería santo, representa una generación que creyó en la ciencia sin renunciar a la fe, y en la patria sin dejar de lado la ternura. Su voz, entre lágrimas y flores, fue el primer eco de una devoción que todavía nos acompaña.

Un médico poeta

Pedro Rodríguez Ortiz fue un destacado médico, cirujano y líder comunitario venezolano, nacido el 5 de diciembre de 1895 en Guanare, estado Portuguesa. Su formación académica comenzó en su ciudad natal, donde cursó la primaria en diversas instituciones, y culminó en el Colegio San Luis Gonzaga, donde se graduó de bachiller en 1912. Ese mismo año ingresó a la Universidad Central de Venezuela para estudiar Medicina. Tras un paréntesis debido a cierres políticos, regresó a sus estudios y en 1920 obtuvo el título de Médico Cirujano con la máxima calificación de 20 puntos, bajo la supervisión del eminente profesor Luis Razetti.

Su compromiso con la salud pública y su vocación de servicio lo llevaron a participar activamente en la lucha contra epidemias. En 1918, siendo estudiante, presidió una comisión de la Cruz Roja para combatir una epidemia gripal, distribuyendo medicinas entre los afectados.

Además de su faceta profesional, Rodríguez Ortiz fue un hombre de letras y poesía. Su amor por la tierra llanera se reflejó en composiciones poéticas que expresaban su profundo afecto por su región natal. Su legado perdura no solo en la medicina y la política, sino también en la cultura y la identidad de Lara y Portuguesa.

La sabiduría como herencia

El Dr Pedro Rodríguez Ortiz con su hijo el Dr Antonio Rodríguez Cirimele.

La vocación médica de Pedro Rodríguez Ortiz no se limitó a su propia vida; se convirtió en un legado que atravesó generaciones. Su hijo, el Dr. Antonio Rodríguez Cirimele, siguió sus pasos y se destacó como cirujano de tórax en Venezuela. Además de su práctica médica, Rodríguez Cirimele tuvo un impacto profundo en la formación de nuevos médicos, contribuyendo a elevar los estándares quirúrgicos del país y participando activamente en la salud de su comunidad. Su posición como uno de los mejores médicos de Venezuela refleja el compromiso de una familia dedicada al bienestar y la atención de los demás.

Rodríguez Cirimele se casó con la hija de otro eminente médico venezolano, Honorio Sigala, y juntos formaron la Clínica Ortiz, en ese momento la clínica más avanzada del centro occidente del país y aún hoy en funciones.

El Dr Antonio Rodríguez Cirimele, uno de los grandes médicos larenses, con su Esposa Elisa Sigala y su madre Lirio Cirimele de Rodríguez

Este linaje familiar muestra cómo la pasión por la medicina puede trascender el tiempo y convertirse en una herencia de sabiduría, servicio y dedicación a la salud pública. La historia de los Rodríguez Ortiz y sus descendientes es un ejemplo de cómo la tradición y el compromiso familiar pueden transformar vidas y comunidades.

El discurso completo de Pedro Rodríguez Ortiz para despedir a José Gregorio Hernández

(Pronunciado en el Paraninfo de la Universidad Central de Venezuela, 30 de junio de 1919)

Señores:

La mayoría de mis compañeros ha querido que sea yo quien tenga la honra de manifestar en estos instantes de tristeza para la Ciencia y para la Patria, el profundo dolor que aqueja nuestros corazones, en esta hora en que venimos a regar con lágrimas y flores la tumba del querido maestro.

Perplejo todavía por la magnitud del acontecimiento, mi espíritu sólo puede decirle una oración: la del cariño y de la gratitud; esas dos rosas simbólicas que supo cultivar con manos de artífice, cuando, desde la curul de su cátedra, nos enseñaba a ahondar la ciencia de Bichat y amar la de Descartes.

¡Oh maestro! Desde el tugurio desmantelado donde el hambre y la miseria se abrazan a la humanidad doliente, hasta los salones aristocráticos donde se revuelca el galgo blanco del placer y la alegría, sollozan bajo la pesadumbre de tu ausencia**. Ya no irás, como en mejores días, sobre tu frente la blanca aureola del saber y en tus manos la sustancia salvadora a consolar el dolor de los que sufren.

Ya no irás con tu palabra evangélica, lleno de energía y de entusiasmo, a fortalecer nuestros corazones, y ha inculcarnos, como sabio doctor, esa honradez ínclita que debe regir la vida de todo profesional.

Ya duermes el sueño interminable…

La noche se cierne sobre tu fosa derramando su llanto de estrellas… mientras flores y lágrimas, flores del cariño, lágrimas de tus discípulos y de todo un pueblo agradecido, humedecen tu tumba para decirte: Adiós. ¡No el adiós del olvido, sino el adiós de los que aún te amamos!

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