Por Chepita Gómez

Los venezolanos no sabemos qué significa “no se puede”; para nosotros, es como un desafío que nos enciende el ingenio. No es optimismo ni un sueño vacío, es una terquedad que llevamos en el alma, una fuerza que nos hace reírnos del “no hay” mientras encontramos cómo hacer que algo aparezca.

No importa si estás en una urbanización de lujo o en un pueblo olvidado; esa madera fina que nos define—resistente, creativa, brillante—siempre encuentra la manera de brillar.

Es pura esencia venezolana: la que no se rinde, no se quiebra y saca provecho hasta de lo imposible.

Retrocedamos a 1908, en plena crisis de fiebre amarilla que azotó a Venezuela. En La Guaira, el puerto principal del país, los barcos se negaban a atracar por miedo al contagio, dejando el comercio paralizado y a la gente al borde de la desesperación. El gobierno de Cipriano Castro estaba más ocupado con sus líos políticos que con el pueblo, pero un médico venezolano, Luis Razetti, no se quedó de brazos cruzados.

Sin recursos ni apoyo oficial, Razetti organizó a los pescadores locales para fumigar casas con azufre y eliminar mosquitos, mientras él recorría las calles enseñando a hervir agua y usar vinagre y limón como desinfectantes. Incluso quemaban hierbas para ahuyentar insectos. En pocos meses, La Guaira volvió a la vida y los barcos regresaron. ¿Que no se podía? Razetti y los guaireños demostraron que sí, con pura astucia venezolana.

Avancemos a 2019, en medio de los apagones masivos que dejaron a Venezuela a oscuras por días. En Mérida, una enfermera llamada Rosa Pérez enfrentó un “no se puede” que parecía insalvable.

Trabajaba en un hospital donde las máquinas para diálisis dejaron de funcionar por falta de luz, y sus pacientes, muchos con insuficiencia renal, estaban en riesgo de muerte. Rosa no tenía planta eléctrica ni recursos, pero sí tenía terquedad. Según relatan, ella y un grupo de enfermeros buscaron una solución: consiguieron una batería de carro donada por un vecino, la conectaron a un inversor que un técnico improvisó con cables viejos, logrando encender una máquina de diálisis por unas horas al día. Así salvaron vidas hasta que la luz volvió. “Nos decían que sin electricidad no podíamos hacer nada”, contó Rosa. “Pero yo dije: ‘Ya van a ver cómo sí’”.

Más recientemente, en enero de 2025, en Aruba, una venezolana llamada Ormarle Guédez mostró de qué estamos hechos. Según un artículo de El País, Ormarle, de 43 años, lleva nueve años en la isla sin papeles, pero eso no la detuvo. Empezó un negocio de comida a domicilio desde su casa en Oranjestad, haciendo un pastel llamado “bolo loco” que combina fresa, galleta, chocolate y vainilla. A pesar de no tener ni licencia de conducir—su hija mayor, Stacy, hace los repartos—, Ormarle se ha ganado a los clientes de Aruba con su sazón. “Mi principal trabajo ha sido ganarme a los clientes preparando lo que les gusta, encontrando el camino a su paladar”, dijo al periódico. Su negocio es parte de un movimiento más grande: la diáspora venezolana en Aruba, la cual representa una de las mayores tasas de migrantes en relación con la población local, está impulsando la economía de la isla con su ingenio, incluso frente a las barreras para regularizarse.

Otro caso reciente se reportó en Cúcuta, Colombia, una venezolana de Valencia llamada Yessica Torres convirtió un “no hay” en un “mira cómo sí”. Yessica llegó a la ciudad fronteriza en 2023 con sus dos hijos, sin dinero ni papeles. En Venezuela había sido peluquera, pero en Colombia no podía trabajar formalmente. No se rindió: pidió prestada una tijera y empezó a cortar cabello en la calle, cobrando lo que le daban. Con lo que ganaba, compró tinte barato y ofreció cortes con color. En seis meses, alquiló un cuarto para su familia y montó un pequeño salón. “Me decían que sin papeles no iba a poder”, contó Yessica. “Pero yo les dije: ‘Espérense a ver cómo sí’”.

Esa es la madera fina de los venezolanos: no nos rendimos, no nos quebramos, y siempre encontramos la manera. No importa si estamos en La Guaira de 1908, en Mérida de 2019, en Aruba o Cúcuta en 2025; nuestra terquedad es la misma. No necesitamos que nos digan que se puede; nosotros lo hacemos posible, aunque sea con una tijera prestada, una batería de carro o un pastel casero. Porque para un venezolano, un “no” nunca es el final—es el comienzo de nuestra próxima jugada.

Chepita Gómez 

Apasionada de las comunicaciones en todas sus expresiones. Comunicadora Social con maestría en Ciencias políticas de la Universidad Simón Bolívar (Caracas) y estudios en Newfield, Escuela Internacional de Coaching Ontológico. Con más de 30 años de experiencia en el campo de las relaciones públicas y las comunicaciones, Chepita Gómez es directora de El Informador Venezuela. 

 

 

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