Hay nombres que no necesitan placas ni bustos: viven en los pasillos, en los relatos de guardia y en las manos de quienes heredaron su oficio. En la historia de la medicina venezolana del siglo XX, uno de esos nombres es el del doctor César Rodríguez Rodríguez (Aragua de Barcelona, 1916 – Caracas, 1982), el hombre que hizo del Hospital José Ignacio Baldó –El Algodonal– el templo donde se forjó la cirugía de tórax y la neumología moderna del país.
Decir que fue un pionero es poco: todos los primeros cirujanos torácicos venezolanos fueron sus alumnos. Todos.
Una Venezuela acosada por el “mal blanco”
Para entender su grandeza hay que volver a un país que hoy casi nadie recuerda. Una Venezuela donde la esperanza de vida apenas llegaba a los 42 años y donde un enemigo silencioso, la tuberculosis, arrasaba con familias enteras. Era la década de 1930 y la muerte tenía nombre bacteriano.
Fue en ese mapa de miedo y hacinamiento donde surgió El Algodonal, un sanatorio levantado entre árboles y colinas al este de Caracas. Allí se aislaba a los enfermos, se operaba sin descanso y se apostaba por el reposo como si fuese un talismán.
Allí, en ese microcosmos de dolor y esperanza, empezó a construirse la leyenda de César Rodríguez. Un médico que, tras formarse en la prestigiosa Universidad de Ann Arbor —cuna de grandes avances en cirugía torácica— regresó al país decidido a transformar lo que veía. No solo se convirtió en el artífice de una escuela quirúrgica, sino también en parte de un equipo monumental que dio forma a la lucha antituberculosa venezolana.
Liderados por el doctor José Ignacio Baldó, sanitarista visionario que marcó el rumbo del país frente al “mal blanco”, Rodríguez fue uno más de aquel grupo de gigantes: un clínico incansable, un cirujano brillante y un docente que moldeó generaciones enteras. Su aporte sería reconocido al ocupar el Sillón 25 de la Academia Nacional de Medicina, un honor que apenas alcanzaba a nombrar la huella que ya dejaba en cada sala, en cada discípulo, en cada vida salvada.
Tiempos de cirugías imposibles
La tuberculosis dejó de ser una sentencia solo cuando aparecieron la estreptomicina, la isoniacida y la rifampicina. Antes de eso –y aun después– la cirugía era el único escudo posible. Y en esa guerra, Rodríguez fue un general decidido.
Ejecutaba toracoplastias que hoy parecen salidas de un libro antiguo: remover costillas para que colapsaran las cavernas infectadas. Realizaba pneumonectomías completas y decorticaciones pleurales que exigían una precisión quirúrgica que rozaba lo inhumano.
No había tomografías. No había resonancias. Había manos, oído clínico y un conocimiento anatómico que sus discípulos todavía describen con la misma palabra: asombro.
El cruzado antitabaco… antes de que existiera la palabra prevención
En los años 60 y 70, cuando fumar era sinónimo de estatus, elegancia y vida social, César Rodríguez ya advertía que el cigarrillo sería la próxima gran epidemia del país.
No lo decía con moralismo, sino desde la evidencia que veía abrirse en los quirófanos: pulmones ennegrecidos, enfisemas devastadores, cánceres silenciosos.
Su postura —temprana, valiente, incómoda— lo convirtió en el primer líder visible de la lucha antitabaco en Venezuela.
No existían campañas. No había advertencias en las cajetillas. Fumar era parte de la cultura. Y aun así, Rodríguez insistía.
Su preocupación llegó a convertirse en un tema recurrente en sus largas conversaciones con su amigo personal, el presidente Raúl Leoni, con quien discutió, durante los años 60, el futuro sanitario del país y la necesidad de que el Estado tomara posición frente al tabaquismo.
Aquellas reflexiones serían, décadas después, semillas de políticas públicas que nadie en ese momento imaginaba.
“Era una institución viviente”
Quien mejor lo cuenta es uno de sus destacados alumnos, el neumólogo Reinaldo Bello, quien lideró años más tarde la campaña anti tabaco en Venezuela. Aún hoy, cuatro décadas después, habla de él con la devoción de quien recuerda a un padre exigente.
“Cuando yo llegué al Algodonal, el doctor César Rodríguez ya era una institución”, dice. “Llegaba antes de las siete. Operaba toda la mañana. Almorzaba en el hospital. Hacía una siesta corta. A las cuatro se iba a su consultorio en Sabana Grande. Atendía hasta las once. Todos los días. Sin excepción”.
Su disciplina moldeaba generaciones. Inventó un sistema de residencia escalonada: los más antiguos formaban a los nuevos. Todos rotaban por pediatría, patología, microbiología. Nadie salía sin saberlo todo.
Las historias clínicas debían estar mecanografiadas sin una sola tachadura: si había un error, se repetía desde cero. El examen físico completo era obligatorio. Para él, un neumólogo que no palpaba, auscultaba y percutía era simplemente alguien que aún no había entendido la profesión.
Médico de presidentes y campesinos
Su fama lo llevó a operar desde campesinos que llegaban en camión hasta presidentes de la República. Pasaron por sus manos figuras como Betancourt, Caldera y Herrera Campins. Pero con la misma entrega atendía a enfermos humildes que llegaban con lo justo para pagar un pasaje de autobús.
En agosto, cuando el maíz verdeaba en su tierra natal, invitaba a los estudiantes residentes a su finca oriental. Era su forma de enseñar que un médico no sólo necesita ciencia, sino raíces.
El historiador que narró la batalla científica
En 1979, durante las bodas de plata de la Sociedad Venezolana de Oncología, Rodríguez mostró otra faceta: la del cronista de la medicina venezolana.
“Lo largo no es el pasado”, citó de San Agustín, “sino la memoria larga del pasado”.
Con esa frase hiló un discurso memorable sobre la tradición científica del país, sobre cómo se construyen los avances: hombro sobre hombro, maestro tras maestro.
Final de un titán
César Rodríguez murió en 1982, víctima de una obstrucción intestinal. Tenía apenas 66 años.
Los homenajes se extendieron por días. Su funeral tuvo la solemnidad de un acto de Estado. Y entre presidentes y académicos también estuvieron los pacientes que le debían la vida.
El homenaje más contundente llegó poco después: el Congreso de la República decretó que una avenida principal llevara su nombre. Era una forma de tatuar su legado en la geografía del país.
Hoy, el ambulatorio principal de El Algodonal lleva su nombre. Y cada médico formado allí conoce la frase que él repetía como una promesa y una advertencia:
“Aquí no se forma cualquier médico. Aquí se forma al que va a salvar vidas cuando nadie más pueda”.
Su legado sigue respirando. En cada quirófano. En cada diagnóstico minucioso. En cada discípulo que aprendió que la medicina no es un oficio: es un llamado.